Iānuārius


Por lo general la gente sabe bastante poco de etimología. Usan palabras, conocen el significado de unos pocos miles de ellas, pero no saben de donde vinieron. En lo referente al tiempo algunos saben que Julio y Agosto deben sus nombres a Julio Cesar y el emperador romano Augusto. Tal vez con suerte sepan que Lunes, ese día tan odiado, viene de Luna; pero poco más se puede esperar.

Iānuārius, enero, es el mes consagrado a Ianus, Jano, el dios romano de las puertas, de los comienzos y los finales. Muy apropiado. Enero es la puerta, cerramos un año y abrimos uno nuevo, generalmente con promesas y propósitos que nunca llegamos a cumplir. Para ese entrante año no escribió propósitos en un papel, ni los pensó, ni siquiera se los planteó. Desde hace tiempo él tenía otro plan en mente.



Aquella partitura era la más enrevesada, compleja, exasperante e ininteligible que jamás había visto. Tampoco es que hubiera visto muchas. En muchos aspectos era un autodidacta, en el de la música también, pero él ansiaba aprender una nueva pieza, ESA pieza. Ansiaba conquistarla, dominarla, con suerte ser el que mejor la interpretase en el mundo. Esa última parte se le antojaba casi imposible, ¿pero por qué no intentarlo al menos? Sabía que le llevaría tiempo tocarla como es debido, y llegado a ese punto aún estaría a mundos de distancia de otras interpretaciones. Lo sabía, las había escuchado con detenimiento, eran el germen de aquel deseo insano.

El 1 de enero comenzó con los ensayos en su habitación insonorizada. No era plan de fastidiar a los vecinos, en su mayoría resacosos de la noche anterior. Todo sonó desafinado. No le importó. Sólo era el primer día. Sólo era cuestión de práctica.

Cuando no ensayaba y siempre que el menester que tuviese entre manos se lo permitiese escuchaba aquellas otras interpretaciones, todas las posibles. Pensaba que dominar aquella música era como aprender idiomas, cuestión de escuchar, escuchar, escuchar y luego practicar. Durante todo aquel mes hubo bastantes más errores que aciertos en sus ensayos. Siguió sin amilanarse.

Sin embargo hubo algo que le inquietó, una sensación que iba haciéndose más fuerte día tras día. La notó por vez primera de forma plena a la semana y poco de haber comenzado el año y sus ensayos. La notó en el silencio. Desde pequeño había sido un melómano y siempre solía estar escuchando algún tipo de música. El silencio no era lo suyo. No le inquietaba ni le molestaba, de hecho lo buscaba puntualmente cuando sentía que era necesario. Pero ya no era lo mismo. El silencio había cambiado, si es que eso era posible. Él sabía que no lo era.

El silencio era la ausencia de todo sonido: la música que intentaba tocar correctamente, los motores de coches, motos, autobuses, camiones y estufa, los ladridos de perros madrugadores y a la par trasnochadores, el eco de las conversaciones vecinales en el hueco de la escalera y que resonaban como si estuviesen huecos usando megáfonos, los pitidos de teléfonos, impresoras y ordenadores; y otros tantos cientos de sonidos de los que ya no nos percatamos porque la fuerza de la costumbre ha hecho que nuestros tímpanos los ignoren. El silencio era esa completa ausencia de sonido, ese absoluto vacío. Y sin embargo... el silencio no sonaba igual. Como eso no era posible descartó aquella sensación y pensamientos.

El día de su cumpleaños la primera voz que oyó al despertar fue la de su subconsciente.
¡Feliz cumpleaños, Einer!
–¿Pero qué demonios...? –pensó. Ese no era el nombre con él se refería a sí mismo. No le era desconocido, sabía a que hacía referencia, pero jamás lo había usado, ni siquiera se lo había planteado. Decidió dejarlo pasar... o al menos lo intentó, mas claudicó al notar que la duda era más espesa que el café con el que estaba desayunando.

Un rato después, ya preparado para salir de casa, notó otra vez aquella sensación en el silencio. Se pasó un par de minutos quieto a un par de pasos de la puerta. Aquel vacío... Para su sorpresa no le costó mucho esfuerzo entonces hacer un vacío también en su mente y así dejarse sumido tan sólo en las sensaciones... No descubrió nada. Sonrió mientras salía a la calle. Había sido un iluso. ¿Qué esperaba hallar en la nada?

Horas más tarde se detuvo en el mismo sitio que por la mañana. Repitió la misma operación, mismo silencio, mismo vacío, mismo par de minutos, misma inmersión en las mismas sensaciones. Esa segunda vez no sonrió. "Allí" no había nada, sólo aquella imposible sensación. Aquella tarde el ensayo fue un desastre.

Al día siguiente probó otro enfoque. Entendió que la sensación era distinta porque su percepción se había alterado. Pero de ser así, ¿por qué ese cambio sólo lo notaba justamente en la ausencia, cuando no había nada que percibir? Al final la respuesta resultó ser de lo más simple: locura, enrevesada, compleja, exasperante e ininteligible locura. Aquella partitura, el deseo por dominarla le habían cambiado.


Por unos breves momentos no supo que hacer. Volvió a sumergirse en su interior. Vio allí sus dudas. Las resolvió como si fueran simples ecuaciones de segundo grado. Una vez desveladas las incógnitas las desechó como quien tira la cotidiana basura. En su lugar sólo dejó la más firme determinación.

El mayor obstáculo en cualquier empresa es uno mismo. Regresó a su habitación insonorizada. Tomó el arco y comenzó a tocar. Seguía sonando fatal pero no cesaría. No sería Einer quien le detuviese en su loco afán de seguir danzando loco.


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